Música: Carlos GardelLetra: Alfredo Le Pera (compuesto en 1934)
Mi Buenos Aires querido,
cuando yo te vuelva a ver
no habrá más pena ni olvido.
El farolito de la calle en que nací
fue el centinela de mis promesas de amor,
bajo su inquieta lucecita yo la vi
a mi pebeta luminosa como un sol.
Hoy que la suerte quiere que te vuelva a ver,
ciudad porteña de mi único querer,
y oigo la queja de un bandoneón
dentro del pecho pide rienda el corazón…
Vamos a comenzar a viajar por mi amada Buenos Aires, recorreremos confiterías, restaurantes, que dan y dieron a esta mi ciudad, el título de la París de América. Crecí entre flores, chocolates, educación y amor. Mirando hacia atrás, me doy cuenta que fui la princesa de mis padres y abuelos. Doy gracias a Dios, porque le permitió aterrizar a la cigüeña que me traía a este país, mi país, en esta ciudad y, sobre todo, ¡en esta familia! Recuerdo mis domingos, temprano, mi abuelo al teléfono daba a mi padre sus órdenes: ¡Alberto¡, decía antes de venir, a almorzar, ¡pasa por el Molino, trae el argentino y el leguizamón. Y no te olvides del cabello de ángel para el pavo! Pues bien, los dos partíamos, en su Impala para la confitería del Molino donde mi abuelo tenía cuenta corriente. Para mí era entrar en la casita de Hansel y Gretel, todo chocolate, finuras, distinción. Un palacio de delicadezas. No sólo era maravillosa la construcción con sus vidrieras, góndolas repletas de manjares, sino que tenía una imagen soñadora con un estilo europeo art nouveau, ¡fantástico! Mamá, cuando se arreglaba hermosa, con su tapado de astracan blanco y cuello de visón, qué hermosa… qué joven… y me elegía lo que me tenía que poner, por supuesto no era la moda de las niñas de aquellos años la misma que ahora, a mí me ha tocado ponerme preciosos zapatitos de Lets Bebés de brim blancos impecables, y vestidito de cuello almidonado, era imposible intentar no ser lo que la vestimenta nos obligaba a ser, o sea, perfectas muñequitas de mamá en tamaño natural. Paseábamos por la calle Florida, visitábamos Harrods y Gath & Chaves. Todo era para terminar en la confitería del Molino, donde ella tomaba su estupendo té con masas, y yo un helado, con sándwiches tostados… ¡Qué placer! El álbum de fotos del casamiento de mis padres donde se ve la torta de bodas y el lunch que preparó el Molino. La carta que escribió mi abuelo contando a su hijo que estaba en ese momento en su carrera militar destinado en el sur, y no pudo asistir a la boda de su hermana, carta que quiero compartir con ustedes, no sólo para que observen la maravillosa letra y educación al escribir, sino donde habla de la atención de la confitería del Molino. De generación en generación Mi comunión y los preparativos después de la ceremonia religiosa, en la casa de mis abuelos con el camión de la confitería, en la puerta de la casa y todo su ejército de personal con chaqueta. La torta, con el copón dorado que la decoraba (que aclaro, la ordenada de mi madre guardó con amor y estuvo presente en cada torta de los nietos, y estará en las de los bisnietos), champaña, los florentinos, la mantelería blanca impecable. Y me van a permitir recordar a mi amada amiga Ana Inés Antelo, con quien comparto la vida desde los cuatro años, y fue la invitada de honor de ese día. Y no asustarse, no pertenezco a la era geológica, desconocida, sino a ese tiempo donde la sociedad formaba, con la educación reglada, colegio y padres en conjunto, entregaban a la sociedad hijos fuertes no débiles, poniendo con ilusión y trabajo, comprometido, en nuestras manos con tranquilidad la formación del próximo eslabón y su vejez. Era la época en que los caballeros honraban a sus señoras con gentilezas increíbles, recuerdo que para Pascuas, mi abuelo que quiso regalar a mi abuela una pulsera de oro, la entregó a la confitería, para que la pusieran dentro del huevo como souvenir. Ese domingo de Pascuas, el camión del molino entregó en la casa ¡un hermoso paquete! No debemos de olvidar que en ese tiempo socialmente se veía el progreso económico del marido en la imagen de su mujer. ¡Qué Pascuas, qué hombres! en extinción, será culpa del ozono, me pregunto. Dejo de viajar en mi memoria para no aburrir, y cuento la historia de este hermoso molino que fue parte de nuestras vidas. Un poco de historia En 1850, dos reposteros italianos, Constantino Rossi y Cayetano Brenna, adquirieron la entonces Confitería del Centro, en la esquina de Federación y Garantías (hoy, Rodríguez Peña y Rivadavia). Más tarde cambiaron su nombre por “Antigua Confitería del Molino”, dado que en un ángulo de la plaza de los dos Congresos, se encontraba el primer molino harinero de Buenos Aires, llamado Molino a Vapor Lorea. Al lugar comenzó a asistir la burguesía de Buenos Aires. Los habitúes se reunían para probar sus exquisitos merengues (preferidos también por mi abuela Elena), el marrón glasé, el Panetone de castañas (que mi abuelo encargaba para Navidad), y el imperial ruso, o sea, el argentino (preferido de mi tía Rosa), curiosamente conocido en Europa como “postre argentino”, ya que fue creado por Cayetano Brenna en 1917. En 1904, Brenna adquirió la esquina de Callao y Rivadavia. Siete años más tarde compró la casa de Callao 32 y en 1913 la de Rivadavia 1915. Mientras en Europa azotaban el dolor y los fantasmas de la Primera Guerra Mundial, don Cayetano Brenna decide construir en esos lotes uno de los edificios más altos de la ciudad. Para ello mandó traer todos los materiales de Italia: puertas, ventanas, mármoles, manijones de bronce, cerámicas, cristalería y más de 150 metros cuadrados de vitraux. En 1915 se le encarga al arquitecto Francisco Gianotti la construcción y unión de los tres edificios. Tarea nada fácil dado que no cerraron los salones y se iban habilitando a medida que se terminaba con los otros. En 1917 se efectuó la gran inauguración. Los legisladores abrían allí sus cuentas corrientes, cuentan que Brenna los atendía con distinguida levita. El Molino se había convertido en el lugar distinguido, para el debate, la conversación y las citas amorosas. Las grandes personalidades del arte, la política y la literatuela, concurrían. Por las mesas del Molino pasaron Alfredo Palacios, que pedía café, coñac, y medialunas; Carlos Gardel, que pide especialmente a Brenna un postre para su querido amigo, el jockey Irineo Leguizamo, así fue que Brenna crea “el Leguizamo” (una exquisita combinación de pionono, hojaldre, merengue, marrón glasé, higos glasé, crema imperial con almendras, dulce de leche, y cubierto con fondan, adornado con higos, borde de dulce de leche, granas de chocolate y almendras picadas). El Leguizamo fue creado por el Molino a pesar que varios quieran su autoría. Lisandro de la Torre, Leopoldo Lugones (que bebían copetines); el tenor Tito Schipa, la soprano Lili Pons (tomaban champaña); Niní Marshall, Libertad Lamarque y Eva Perón (saboreaban exquisitos tés con masas y sándwiches). Es un ejemplo maravilloso del estilo art nouveau, edificio de vanguardia de la belle époque. Consta de salones para fiestas y tres subsuelos en los que se instaló una planta de elaboración completa y de excelencia, con fábrica de hielo, bodegas, depósitos y talleres para mantenimiento, modelo para su época. La muerte de Cayetano Brenna, en 1938, marca el fin de la belle époque; y una nueva etapa para el Molino, toman el mando y la conducción, Renato Varesse, hasta 1950, y el pastelero Antonio Armentano, hasta 1978. Este último vendió el fondo de comercio y la marca a un grupo de personas que un año después presentaron quiebra. En ese momento, los nietos de Cayetano Brenna salieron al rescate del patrimonio histórico y lograron volver a la vida, lo que su abuelo había fundado con tanto amor y pasión. Con los cambios gastronómicos y de las nuevas costumbres incorporaron un salón bar y un mostrador para comidas rápidas, aunque siempre mantuvo su tradicional estilo. El 23 de febrero de 1997, después de 130 años de haber recibido en sus salones con excelencia, mi amada confitería del Molino cerró sus puertas, meses antes estuve allí encargando la torta de comunión de mi hijo, sentí tristeza, con sus salones cerrados y oscuros, cada rincón me recordaba mi niñez, en ese momento que cerró sus puertas sentí que allí quedaba atrapada parte de mi vida y de la de muchos que sabían de lo bueno. Yo que la he amado tengo la esperanza que algún día vuelva a abrir sus puertas y que las aspas del molino que ornamenta su torre vuelvan a girar. Cuento que esta confitería fue incluida en una lista considerada por la UNESCO para ser declarada patrimonio art nouveau internacional. “Las chicas de Flores tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la confitería del Molino”, escribió Oliverio Girondo.
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